Solomon Schlosser sobreviviente del Holocausto
Conferencia impartida en Universidad de las Californias UDC el 14 de Noviembre 2007 - 12:00 PM - Conferencia realizada con el apoyo de la Tribuna Isrealita; Intitución de Análisis y Opinión de la Comunidad Judía de México
Solomon Schlosser Flack
Lodz, Polonia, 1924.
Mi familia y yo vivíamos en un barrio humilde: un cuarto con una cocina, sobre una calle donde mis padres tenían un puesto en el mercado. Estudié hasta el equivalente al séptimo grado en la escuela pública. Trabajaba vendiendo vegetales y ayudaba a la gente con sus pesadas cargas para ganar un poco más de dinero, pues éramos muy pobres. Mis hermanos y yo solíamos jugar fútbol y en el invierno íbamos a la biblioteca para evitar el frío.
En Lodz había 260,000 judíos, aproximadamente. Debido a que todos vivíamos en el mismo vecindario, las cosas parecían muy normales. Yo me di cuenta del antisemitismo en otras partes de Lodz, donde había carteles en las tiendas que decían: "No compre nada a los judíos".
En 1939, después de la invasión de los alemanes, la vida cambió: había toque de queda de 5:00pm a 8:00am. Nos hacían llevar una estrella amarilla y ya no podíamos ir a la escuela. Poco a poco nos fueron quitando nuestros derechos; los nazis mataban indiscriminadamente: entraban a los edificios y tiraban a la gente por las ventanas; hacían esto para crear pánico ente la población, cosa que lograban con éxito. Cuando descubrieron a mi hermano trabajando en la calle, lo golpearon salvajemente. Fue por eso que mis otros dos hermanos volaron hacia Rusia. Yo quería irme con ellos, pero mi madre no me lo permitió porque era demasiado joven.
Al final de 1939 ordenaron a todos los judíos ir a un punto en la ciudad donde fue establecido el gueto de Lodz. Sólo pudimos llevar nuestros artículos personales. El Judenrat, un consejo judío nombrado por los alemanes, nos asignó un pequeño dormitorio y una tarjeta de raciones. Cercaron el gueto con alambre de púas: no podíamos salir ni trabajar; no podíamos hacer nada.
La gente empezó a morir de hambre en las calles, mi padre fue uno de esas personas. Lo enterramos, pero no lloré, no sabía quién sería el siguiente.
En 1941 me enliste como voluntario para ir a Pozen, un campo de trabajo. Quería ayudar a mi familia y nos prometieron ropa y suficiente comida, pero era mentira. Sólo querían sacar del gueto a la gente joven que aún podía trabajar. Me despedí de mi madre y mi hermana en el mismo lugar donde habría estado el mercado. En ese momento no imaginaba que nunca más las volvería a ver.
Hacíamos todo tipo de trabajo de mantenimiento en la ciudad. Éramos vigilados por guardias civiles que no portaban armas, pero si alguien los desobedecía y rompían alguna regla, como aceptar pan de algún polaco, era reportado y llevado después a la horca. Cada dos días colgaban alguna persona, o a veces diario; entre ellos a mis amigos o conocidos. Dormíamos en barracas que fueron construidas dentro de un estadio. Había piojos, infecciones y mucha hambre.
Es difícil entender cómo un ser humano puede sobrevivir bajos esas circunstancias. Yo simplemente quería vivir: trabajaba, no hablaba, no respondía, de vez en cuando el jefe me daba un pedazo de pan porque no ocasionaba problemas. Día a día nos debilitábamos. De las mil personas que salimos al campo de trabajo, sólo 240 ó 250 volvimos al gueto.
Estuve en Pozen por dos años hasta que me regresaron al gueto. Al llegar encontré a mi tía y mi abuela. Me contaron que llenaban camiones con grupos de personas para llevarlas a Chelm, y durante el trayecto eran asfixiadas con las emisiones del vehículo. De esa manera murieron mi madre y mi hermana.
En abril de 1943 nos confinaron a una especie de prisión, donde no nos dieron comida durante tres días. No podía caminar, me sentía demasiado débil, no sabía si resistiría un día más, parecía un cadáver. Después fuimos deportados a Auschwitz, donde fuimos recibidos con golpes, gritos, perros furiosos, y órdenes de avanzar hacia la izquierda o derecha, pero no las entendíamos. A mí me dijeron que fuera hacia la izquierda y me tatuaron el número 111 907; fuimos "desinfectados", uniformados y encerrados durante quince días, hasta que nos enviaron a trabajar.
Al principio yo cuidaba un pequeño jardín a la entrada, donde una orquesta tocaba música militar al tiempo que salíamos a trabajar. Cerca de ahí, en la barraca 11, podíamos ver a los condenados la muerte: prisioneros polacos, miembros de la élite que habían sido jueces, oficiales de gobierno, sacerdotes o maestros.
Yo fui transferido a Birkenau, como a dos kilómetros de Auschwitz. Nos levantábamos a las 7:00am y nos preparábamos para el pase de lista. Nos daban "café": agua con hojas y una pieza muy pequeña de pan hecho de corteza de árbol. Ellos sabían que bajo esas circunstancias nadie podría sobrevivir más de noventa días.
Algunos de mis amigos fueron asignados para trabajar en el Comando Canadá. Eran los encargados de repartir los bultos de los recién llegados. Ellos comían ahí y a veces me daban una ración de pan, salami, cigarros o lo que pudieran; eso me ayudó a sobrevivir.
Yo trabajaba construyendo barracas. Los guardias que nos cuidaban, la mayoría Alemanes, o Polacos, eran criminales convictos muy crueles; así que hacía lo posible por alejarme de ellos. Afortunadamente me golpearon sólo una vez. Recuerdo que llegó un grupo de rusos al campo. Los mantuvieron formados al aire libre, en el invierno, hasta que la mayoría de ellos murió; a nosotros nos trataban de la misma manera.
Yo nunca rezaba, excepto cuando estaba frente a un cadáver. Desde nuestro puesto de trabajo podía ver el crematorio funcionando día y noche. Estuve 19 meses en Auschwitz-Birkenau.
En enero de 1945 los alemanes ordenaron la "Marcha de la Muerte". Marchamos durante 10 o 12 días a pie o en tren. Muy pocos pudieron escapar. Los nazis nunca pararon la maquinaria de la muerte, aún cuando los rusos estaban ya cerca y sabían que perderían la guerra.
Ellos nos llevaban a Mauthasen. Había tanta gente que apenas podíamos caminar, no teníamos dónde dormir, y la comida era más escasa que nunca. La mayoría de los internos en el campo eran italianos, enemigos políticos, franceses, españoles y alemanes. Ya casi no quedaban judíos entre todos ellos, la mayoría había muerto. Tres días después fui transferido a Melk, y luego a Ebensee. En este campo nuestro trabajo era construir túneles.
El 5 de mayo de 1945, los norteamericanos liberaron el campo. Al entrar, los soldados lloraron. No podían creer lo que veían, ya no parecíamos seres humanos. Un soldado judío llamado Cohen se acercó y preguntó a la gente qué necesitábamos. Le dijeron que querían rezar el kadish. Así que reunió a otros soldados judíos, llevó unos talitots y empezaron a rezar. Algunos no podían mantenerse en pie, pero entre todos se ayudaron a levantarse y rezar.
Muchos murieron al comer. Sus estómagos se habían reducido tanto que no lo resistieron. Al llegar la Cruz Roja se instaló un hospital. Para entonces yo pesaba 32kg. Como aún era capaz de caminar, me llevaron a un campamento para desplazados. Al llegar contraje tifoidea, pero no me deprimí, simplemente quería vivir. Mantenernos unidos fue vital para todos nosotros.
Gracias al portero de la casa donde solía vivir, supe que mi hermano había regresado a Lodz y así pude contactarlo. De esa forma me enteré de que mi otro hermano había fallecido en el ejército ruso.
Pude ver familias que sobrevivieron, tanto padres como hijos, pero yo no encontré ni a parientes ni conocidos. Pensé que ya no podría seguir con mi vida. Estaba solo. Los últimos seis años había vivido cosas que la gente no podía imaginar. Decidí que tendría que superarlo para llevar una vida normal. Aprendí a coser y me dediqué a vender agujas para máquinas, así empecé a ganar un poco de dinero. Los alemanes con los que después hablé me decían que no sabían nada de lo ocurrido. No creo que haya sido así.
Mi mamá tenía un hermano en los Estados Unidos, así que decidí emigrar. Al tener listos mis documentos, y como la cuota no era alta, obtuve mi visa y me dirigí a Nueva York. Llegué en 1949, con 21 años de edad. Me casé en 1956 y me vine a vivir a México porque de aquí es la familia de mi esposa. Mi familia política me apoyó mucho. Tuvimos dos hijos pero nos divorciamos. Sin embargo, años más tarde volví a casarme.
Intenté no llenarme de odio, porque vivir con odio, pensando sólo en vengarse, no es vivir. Hice mi mejor esfuerzo; empecé a ir a la sinagoga, a conciertos, al teatro, me hice de amigos para no estar solo, empecé a leer. En México me uní a la Unión de Miembros de la Resistencia, Deportados y Víctimas de la 2da. Guerra Mundial, A.C., donde nos reuníamos a conversar.
Entre 1982 y 1984, no recuerdo exactamente, regresé a Polonia. Mi intención era colocar una lápida en la tumba de mi padre. Mi hermano había colocado otra lápida al final de la guerra. Cuando llegué al cementerio, no pude encontrar la tumba. El cementerio era tan grande y estaba tan deteriorado que no pude poner ninguna lápida. Lo único que pude hacer fue rezar un kadish.
Regresar a Polonia fue difícil. Quise ser fuerte pero no pude. Mi mente regresó al pasado y recordé absolutamente todo. Visité mi antigua casa, mi antigua escuela; pero no había nadie que yo conociera. Fui a Auschwitz-Birkenau: estaba todo completamente desolado.
No me arrepiento de haberme ido; no pienso mucho en ello, pero a veces me siento como un niño perdido, sin saber a dónde ir. Sin embargo, sigo luchando porque vale la pena seguir viviendo. Quiero vivir. El día de hoy estoy con esta maravillosa mujer a mi lado, con flores por aquí y por allá. Tengo un hijo y una hija, eso es vida.
En Lodz había 260,000 judíos, aproximadamente. Debido a que todos vivíamos en el mismo vecindario, las cosas parecían muy normales. Yo me di cuenta del antisemitismo en otras partes de Lodz, donde había carteles en las tiendas que decían: "No compre nada a los judíos".
En 1939, después de la invasión de los alemanes, la vida cambió: había toque de queda de 5:00pm a 8:00am. Nos hacían llevar una estrella amarilla y ya no podíamos ir a la escuela. Poco a poco nos fueron quitando nuestros derechos; los nazis mataban indiscriminadamente: entraban a los edificios y tiraban a la gente por las ventanas; hacían esto para crear pánico ente la población, cosa que lograban con éxito. Cuando descubrieron a mi hermano trabajando en la calle, lo golpearon salvajemente. Fue por eso que mis otros dos hermanos volaron hacia Rusia. Yo quería irme con ellos, pero mi madre no me lo permitió porque era demasiado joven.
Al final de 1939 ordenaron a todos los judíos ir a un punto en la ciudad donde fue establecido el gueto de Lodz. Sólo pudimos llevar nuestros artículos personales. El Judenrat, un consejo judío nombrado por los alemanes, nos asignó un pequeño dormitorio y una tarjeta de raciones. Cercaron el gueto con alambre de púas: no podíamos salir ni trabajar; no podíamos hacer nada.
La gente empezó a morir de hambre en las calles, mi padre fue uno de esas personas. Lo enterramos, pero no lloré, no sabía quién sería el siguiente.
En 1941 me enliste como voluntario para ir a Pozen, un campo de trabajo. Quería ayudar a mi familia y nos prometieron ropa y suficiente comida, pero era mentira. Sólo querían sacar del gueto a la gente joven que aún podía trabajar. Me despedí de mi madre y mi hermana en el mismo lugar donde habría estado el mercado. En ese momento no imaginaba que nunca más las volvería a ver.
Hacíamos todo tipo de trabajo de mantenimiento en la ciudad. Éramos vigilados por guardias civiles que no portaban armas, pero si alguien los desobedecía y rompían alguna regla, como aceptar pan de algún polaco, era reportado y llevado después a la horca. Cada dos días colgaban alguna persona, o a veces diario; entre ellos a mis amigos o conocidos. Dormíamos en barracas que fueron construidas dentro de un estadio. Había piojos, infecciones y mucha hambre.
Es difícil entender cómo un ser humano puede sobrevivir bajos esas circunstancias. Yo simplemente quería vivir: trabajaba, no hablaba, no respondía, de vez en cuando el jefe me daba un pedazo de pan porque no ocasionaba problemas. Día a día nos debilitábamos. De las mil personas que salimos al campo de trabajo, sólo 240 ó 250 volvimos al gueto.
Estuve en Pozen por dos años hasta que me regresaron al gueto. Al llegar encontré a mi tía y mi abuela. Me contaron que llenaban camiones con grupos de personas para llevarlas a Chelm, y durante el trayecto eran asfixiadas con las emisiones del vehículo. De esa manera murieron mi madre y mi hermana.
En abril de 1943 nos confinaron a una especie de prisión, donde no nos dieron comida durante tres días. No podía caminar, me sentía demasiado débil, no sabía si resistiría un día más, parecía un cadáver. Después fuimos deportados a Auschwitz, donde fuimos recibidos con golpes, gritos, perros furiosos, y órdenes de avanzar hacia la izquierda o derecha, pero no las entendíamos. A mí me dijeron que fuera hacia la izquierda y me tatuaron el número 111 907; fuimos "desinfectados", uniformados y encerrados durante quince días, hasta que nos enviaron a trabajar.
Al principio yo cuidaba un pequeño jardín a la entrada, donde una orquesta tocaba música militar al tiempo que salíamos a trabajar. Cerca de ahí, en la barraca 11, podíamos ver a los condenados la muerte: prisioneros polacos, miembros de la élite que habían sido jueces, oficiales de gobierno, sacerdotes o maestros.
Yo fui transferido a Birkenau, como a dos kilómetros de Auschwitz. Nos levantábamos a las 7:00am y nos preparábamos para el pase de lista. Nos daban "café": agua con hojas y una pieza muy pequeña de pan hecho de corteza de árbol. Ellos sabían que bajo esas circunstancias nadie podría sobrevivir más de noventa días.
Algunos de mis amigos fueron asignados para trabajar en el Comando Canadá. Eran los encargados de repartir los bultos de los recién llegados. Ellos comían ahí y a veces me daban una ración de pan, salami, cigarros o lo que pudieran; eso me ayudó a sobrevivir.
Yo trabajaba construyendo barracas. Los guardias que nos cuidaban, la mayoría Alemanes, o Polacos, eran criminales convictos muy crueles; así que hacía lo posible por alejarme de ellos. Afortunadamente me golpearon sólo una vez. Recuerdo que llegó un grupo de rusos al campo. Los mantuvieron formados al aire libre, en el invierno, hasta que la mayoría de ellos murió; a nosotros nos trataban de la misma manera.
Yo nunca rezaba, excepto cuando estaba frente a un cadáver. Desde nuestro puesto de trabajo podía ver el crematorio funcionando día y noche. Estuve 19 meses en Auschwitz-Birkenau.
En enero de 1945 los alemanes ordenaron la "Marcha de la Muerte". Marchamos durante 10 o 12 días a pie o en tren. Muy pocos pudieron escapar. Los nazis nunca pararon la maquinaria de la muerte, aún cuando los rusos estaban ya cerca y sabían que perderían la guerra.
Ellos nos llevaban a Mauthasen. Había tanta gente que apenas podíamos caminar, no teníamos dónde dormir, y la comida era más escasa que nunca. La mayoría de los internos en el campo eran italianos, enemigos políticos, franceses, españoles y alemanes. Ya casi no quedaban judíos entre todos ellos, la mayoría había muerto. Tres días después fui transferido a Melk, y luego a Ebensee. En este campo nuestro trabajo era construir túneles.
El 5 de mayo de 1945, los norteamericanos liberaron el campo. Al entrar, los soldados lloraron. No podían creer lo que veían, ya no parecíamos seres humanos. Un soldado judío llamado Cohen se acercó y preguntó a la gente qué necesitábamos. Le dijeron que querían rezar el kadish. Así que reunió a otros soldados judíos, llevó unos talitots y empezaron a rezar. Algunos no podían mantenerse en pie, pero entre todos se ayudaron a levantarse y rezar.
Muchos murieron al comer. Sus estómagos se habían reducido tanto que no lo resistieron. Al llegar la Cruz Roja se instaló un hospital. Para entonces yo pesaba 32kg. Como aún era capaz de caminar, me llevaron a un campamento para desplazados. Al llegar contraje tifoidea, pero no me deprimí, simplemente quería vivir. Mantenernos unidos fue vital para todos nosotros.
Gracias al portero de la casa donde solía vivir, supe que mi hermano había regresado a Lodz y así pude contactarlo. De esa forma me enteré de que mi otro hermano había fallecido en el ejército ruso.
Pude ver familias que sobrevivieron, tanto padres como hijos, pero yo no encontré ni a parientes ni conocidos. Pensé que ya no podría seguir con mi vida. Estaba solo. Los últimos seis años había vivido cosas que la gente no podía imaginar. Decidí que tendría que superarlo para llevar una vida normal. Aprendí a coser y me dediqué a vender agujas para máquinas, así empecé a ganar un poco de dinero. Los alemanes con los que después hablé me decían que no sabían nada de lo ocurrido. No creo que haya sido así.
Mi mamá tenía un hermano en los Estados Unidos, así que decidí emigrar. Al tener listos mis documentos, y como la cuota no era alta, obtuve mi visa y me dirigí a Nueva York. Llegué en 1949, con 21 años de edad. Me casé en 1956 y me vine a vivir a México porque de aquí es la familia de mi esposa. Mi familia política me apoyó mucho. Tuvimos dos hijos pero nos divorciamos. Sin embargo, años más tarde volví a casarme.
Intenté no llenarme de odio, porque vivir con odio, pensando sólo en vengarse, no es vivir. Hice mi mejor esfuerzo; empecé a ir a la sinagoga, a conciertos, al teatro, me hice de amigos para no estar solo, empecé a leer. En México me uní a la Unión de Miembros de la Resistencia, Deportados y Víctimas de la 2da. Guerra Mundial, A.C., donde nos reuníamos a conversar.
Entre 1982 y 1984, no recuerdo exactamente, regresé a Polonia. Mi intención era colocar una lápida en la tumba de mi padre. Mi hermano había colocado otra lápida al final de la guerra. Cuando llegué al cementerio, no pude encontrar la tumba. El cementerio era tan grande y estaba tan deteriorado que no pude poner ninguna lápida. Lo único que pude hacer fue rezar un kadish.
Regresar a Polonia fue difícil. Quise ser fuerte pero no pude. Mi mente regresó al pasado y recordé absolutamente todo. Visité mi antigua casa, mi antigua escuela; pero no había nadie que yo conociera. Fui a Auschwitz-Birkenau: estaba todo completamente desolado.
No me arrepiento de haberme ido; no pienso mucho en ello, pero a veces me siento como un niño perdido, sin saber a dónde ir. Sin embargo, sigo luchando porque vale la pena seguir viviendo. Quiero vivir. El día de hoy estoy con esta maravillosa mujer a mi lado, con flores por aquí y por allá. Tengo un hijo y una hija, eso es vida.
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